Los grandes cambios tienen un comienzo humilde, insospechado, una fuerza apenas insinuada en sueños, en símbolos secretos e inspiraciones fugaces que gustan de escapar del reino de lo nombrable. Antes de ese momento en que todo parece cambiar súbitamente de dirección, antes de despertarnos un día preguntándonos quién ha cambiado las reglas del juego y cuál es nuestro lugar en ese mundo nuevo hay un momento de epifanía, un momento de genialidad no reconocida y destinada a perderse en el tumulto de la historia, en el caos de nombres, fechas y anécdotas apenas recordadas, apenas inventadas para dar cuenta de un origen que se nos ha escapado para siempre y que sólo suponemos porque aquello que somos ahora debe tener algún comienzo. Sin importar cuán grande, cuán revolucionario o inevitable nos parezca el cambio engendrado, ese origen suele reducirse a unos pocos instantes críticos: un hombre entre cuatro paredes con una idea.
¿Qué es entonces lo que separa las grandes ideas de los desvaríos típicamente humanos que constituyen la mayor parte de nuestras vidas?
Poco más que el azar, poco más que la suerte. Difícil consuelo ante la futilidad de nuestro esfuerzo, y si bien quisiéramos resolver la cuestión convirtiendo a cada hombre en un Sísifo condenado a cargar su piedra hasta el fin de sus días, no podemos ignorar que aquello que llamamos éxito o fracaso parece determinado por lo que ocurre en esos breves instantes en que una idea se desecha ante la anticipación de nuestra derrota o se interpreta como una señal, un signo a la espera de su momento y su lugar. Lo que convierte a esa pequeña idea en destino y a ese hombre en un genio es el momento en el que decide, quizá contra toda la evidencia de la realidad, quizá contra toda su apatía y su desesperanza, que esa idea vale la pena.